El inicio de lo inesperado
Todo comenzó en una estación de gasolina cualquiera, como si fuera un domingo cualquiera. Ese día nos habíamos citado varios amigos, cada uno con su moto lista para rodar, con la idea de simplemente desconectarnos y compartir una ruta diferente. No había planes definidos ni un destino claro, solo tenía en mente salir a rodar y dejar que el camino nos sorprendiera. Lo que no sabía era que ese paseo “tranquilo” se transformaría en una de las aventuras más intensas y memorables que he vivido sobre dos ruedas. No sabía exactamente qué ruta íbamos a hacer, solo lancé al aire un “hagamos una ruta, algo tranquilo”. Pero apenas vi a los muchachos listos, radioteléfonos en mano, supe que tranquilo no iba a ser. Cuando hay radios involucrados, es porque algo serio se viene. Me entregaron uno, sonrieron, y sin más, arrancamos.
El Pegadero: donde empieza la lucha
No habíamos avanzado mucho cuando vi, de pura casualidad, cómo un radioteléfono salía volando de la moto de uno de los que iba adelante. Me detuve de inmediato, y justo cuando pensaba en bajarme, una persona cruzó la vía, algo imprudentemente, pero con la mejor intención: me entregó el radio. Lo miré y pensé “esto apenas comienza”.
El cielo se oscureció rápido. No sé si fue el clima o si mis miedos empezaron a empañarme la vista. La lluvia comenzó a caer, esa lluvia colombiana que no avisa y lo transforma todo. De un camino off-road manejable, pasamos a una trampa de barro. El terreno se volvió resbaloso, traicionero, y los lugareños que trabajaban en la zona nos miraban como si estuviéramos locos. “¿Van a meterse por ahí con esas motos?”, decían sin decirlo, solo con la mirada.

La primera en caer fue Claudia. Su moto perdió tracción y se fue al suelo como si el barro la hubiera jalado. Ahí supimos que estábamos entrando al “Pegadero”, como lo bautizó Roy. Entre todos la levantamos, pero no pasó mucho antes de que volviera a caer. Avancé para ayudarla… y fue mi turno. Caí también. Nunca había sentido la moto tan fuera de control desde aquella vez atrapado en la nieve de la Carretera Austral sin clavos. Esta vez, sin embargo, estaba con mi gente.
Barro, peso y trabajo en equipo
Leo no tardó en sumarse a la lista de los caídos. Su Ducati Desert X se fue al piso. Cada metro que avanzábamos era una batalla. Roy, con calma de sabio, nos daba consejos, pero no había tracción, no había grip, no había más que voluntad. Me quedé enterrado en una zanja, la moto volvió al suelo, y mientras intentábamos salir, Roy soltó una broma para relajar el ambiente. Claudia, que seguía de pie a pesar de todo, pasó por mi lado. Reímos. Qué más podíamos hacer.
El peso de la moto se sentía cada vez más. Más de 250 kilos atrapados en barro. Entre todos la levantamos, empujamos, sudamos. Volvía a quedar atrapada. Volvíamos a empujar. Claudia se atascó también. Todos a ayudarla. Roy advertía que más adelante venía una parte “un poquito fea”. Y claro, no estaba exagerando.

Me fui contra una cerca de púas. Literal. Atorado. El protector PPF de la cúpula rayado. Roy y Orlan llegaron a rescatarme. Leo trataba de avanzar, pero también luchaba con cada giro de su llanta. Claudia seguía teniendo problemas pero se mantenía firme, y Santiago cayó. Nuevamente, trabajo en equipo. Uno caía, los otros corrían.
Ayudamos, empujamos, levantamos. Yo seguía sin poder mantenerme en pie por mucho tiempo. Caía, me levantaban, ayudaba a Leo y él, en agradecimiento, me regalaba un baño de tierra con su llanta trasera. Luego me tocó ayudarlo otra vez. Esa era la dinámica: uno cae, todos ayudan.
Grietas, pendientes y determinación
En un momento, quedé tan enterrado que no sabíamos cómo levantar la moto. Era como levantar una vaca dormida, sin puntos de apoyo, solo barro y greda. Pero lo hicimos. Aunque más adelante, claro, me volví a caer. Me resbalé junto con la moto. Esta vez, Julio tenía problemas con su KTM, así que corrimos a ayudarle. Una grieta enorme nos esperaba. Él la logró pasar. Yo… no tanto.
Caí. Otra vez. Roy ya conocía el guión. Me levantó, salimos. Pero más adelante, el barro nos tumbó a Julio y a mí, esta vez juntos. Me tocaba pasar solo por una pendiente con una grieta abajo. Si la moto caía ahí, era el fin. Caí, pero la moto se detuvo justo antes del abismo. Nos abrazamos como si fuera una victoria de campeonato. Porque lo era.
Y justo cuando pensábamos que lo peor había quedado atrás, Santiago tuvo problemas eléctricos. Su moto no encendía. La dejamos enfriar, y como si el destino se compadeciera de nosotros, volvió a prender. Llegamos a Lenguazaque. Pero Santiago decidió no tentar más a la suerte y regresó. Lo que seguía no era menos salvaje.
Carrilera olvidada, túneles y vegetación


Salimos rumbo a las viejas carrileras del tren, ahora devoradas por el pasto y el tiempo. La lluvia no nos dejaba. El terreno, lleno de hierba sobre lodo, se volvió una pista de jabón. Claudia se cayó, las vías de tren eran como cuchillas resbalosas. Pero los paisajes… madre mía. Increíbles. Pasábamos al lado de ciclistas que nos saludaban con respeto, como si entendieran la locura en la que estábamos metidos.
Y claro, las caídas no paraban. Leo y Claudia cayeron casi al mismo tiempo. Uno por uno, los levantamos. El barro no daba tregua. Subimos una colina con una caída de unos 30 metros a la derecha. Ahí, Claudia volvió a caer. La adrenalina era constante, no por velocidad, sino por supervivencia.
Entramos a túneles oscuros, abandonados. Claudia cayó dentro de uno. Seguimos. Cada cruce sobre las vías era un juego de equilibrio. No sabías si tu moto iba a salir rodando o deslizándose. Y en medio de todo, nos encontramos un carro enterrado. No sabíamos cómo llegó ahí. Intentamos sacarlo. Nada. Seguimos. Prometimos buscar ayuda.
El barro no se rinde
Pero la ruta no había terminado con nosotros. Una pendiente inclinada, llena de greda, me atrapó. Apenas empecé a subirla, supe que no tenía nada de tracción. Cada intento por avanzar hacía que me hundiera más. Era desesperante. Aceleraba con cuidado, trataba de buscar el camino, pero la moto simplemente se quedaba, atrapada. En un momento, tan incrustada estaba que se sostenía sola, de pie, sin necesidad de la pata lateral. Estaba literalmente sembrada en el barro.
Intenté salir solo, pero era imposible. Fue entonces cuando Julio, Orlan y Leo llegaron a ayudarme. Empujamos entre los cuatro, motor encendido, embrague a medio soltar. Cada metro que ganábamos era una pequeña victoria. El barro parecía tener vida propia y no quería soltar la moto. Era una batalla cuerpo a cuerpo con la tierra.
Fueron varios intentos, resbalones, caídas, sudor bajo la lluvia. Pero poco a poco, metro a metro, conseguimos sacarla de allí. Cuando finalmente pisé terreno firme otra vez, no lo podía creer. Abracé a los muchachos como si hubiéramos cruzado una meta invisible. No era solo una moto que salía del barro. Era un equipo que demostraba, una vez más, que unidos podíamos contra cualquier obstáculo.
Más adelante, otra bajada en lodo, sin freno posible. Casi me llevo a Claudia por delante. Fue cuestión de centímetros. Al final, encontramos un tractor. Le pedimos ayuda para rescatar al carro. No pudo. Era demasiado.
Reflexión final
Y así, mojados, embarrados, agotados, pero más unidos que nunca, llegamos a Suesca. Fue ahí, en ese momento de calma, donde entendí lo que realmente significaba rodar en equipo. Cada caída se convirtió en una oportunidad para confiar, cada obstáculo en una excusa para ayudarnos, y cada kilómetro en una lección de humildad. Esta aventura me enseñó que no importa cuán pesada sea tu moto o cuán difícil sea el terreno: con un buen grupo a tu lado, todo se vuelve posible. Y lo que empezó como una simple salida, terminó transformándose en una experiencia que marcó nuestras vidas sobre dos ruedas.
Video Completo de la travesía
Link de la ruta GPX Elaborada por Roy Perez
https://drive.google.com/file/d/1QT6sx4iComG8JBK4fiCMCXIUSmyvuCF8/view?usp=sharing